Las reglas familiares se convierten en una especie de hechizo que nos ponen en un estado de trance que puede ser muy difícil de romper. Este pasa de generación en generación, como si se tratara de cumplir con una lealtad secreta familiar, de la cual casi nadie se atreve a hablar, pero estas determinan en gran medida que creemos y que hacemos en nuestra vida.
¿Cómo surge esa vergüenza? Al no reafirmar las emociones de los hijos, no cubrir las necesidades de dependencia (somos los seres más dependientes que existen, necesitamos de alguien más para poder sobrevivir y poder desarrollarnos adecuadamente, necesitamos ser estimulados), abusando física, sexual o psicológicamente (de este último abuso casi no se habla), usándolos para cubrir sus propias necesidades de dependencia (esperando que sea algo que quizá nosotros no pudimos lograr), al ocultar secretos (que nos conducen como marionetas), al no darles atención o tiempo suficiente, etc. En general, cualquier cosa que viole los derechos de los niños y las niñas.
Los padres enseñan sus ideas a los hijos (inclusive la idea
que tienen los hijos sobre los padres proviene de sus mismos padres), se le enseña
que hay que honrarlos sin importar lo que hagan (con disculpa del quinto
mandamiento). El niño tiene un pensamiento mágico que glorifica a los padres,
esto nos permite sobrevivir, inclusive si un niño es abusado (física, sexual o psicológicamente),
se echará la culpa en un sentido de retroflexión, aventamos el odio como si de
un boomerang se tratara, el niño se trata como fue tratado, ¿y por qué?, para poder
seguir sintiendo la protección de los padres al ser totalmente dependientes.
No se permite cuestionar las reglas familiares, los hijos crecen y se olvidan de sí mismos, llega un punto en que llegan a pensar que esas creencias son de ellos, si observan o escuchan algo que pueda refutar esas creencias buscan ordenar sus datos para que la configuración de esas creencias se ajuste a ellos, y el juego sigue, se repite para la siguiente generación, y así, el niño herido, disfrazado de adulto, educa a sus hijos y se perpetúa el ciclo.
Es de vital importancia que podamos ser conscientes de nuestros introyectos (las creencias que adoptamos de la familia, sociedad, cultura, religión, educación) que nos estancan, que no nos permiten llegar a ser nosotros mismos, que no nos ayudan a ser adultos maduros. Si nos atrevemos a mirar hacia dentro podremos entender nuestras compulsiones (como el trabajo, la religión, relaciones infructuosas) y adicciones (al sexo, poder, violencia), ya que con ellas tratamos de enterrar a nuestro yo verdadero, el niño herido por la vergüenza de abandono. Asimismo, es necesario buscar nuevas formas de pedagogía, que se adapten a nuestros tiempos y a cada niño y niña en particular, y aplicarlo, y nosotros como psicoterapeutas buscar estrategias para que nuestras familias en proceso puedan llegar a cumplir, en la medida de lo posible, con sus tareas maduracionales de cada etapa individual y familiar.
Para poder madurar, en necesario separarnos de nuestros padres, no solo física, sino sobre todo psicológicamente, romper ese vínculo imaginario que nos permitía sobrevivir de niños, adultos ya no lo necesitamos.
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